sábado, 30 de enero de 2010

Palomino Ruiseñor era un niño rechoncho con rizos pelirrojos y numerosas pecas que estaba a punto de cumplir el mayor de sus sueños infantiles. Iba a participar como lanzador de caramelos del rey Baltasar en la cabalgata de su pueblo.
Al principio empezó con cierta timidez. Intentaba no intermediar miradas con el público y sus lanzamientos eran suaves, al pie de las ruedas de su carroza. A medida que el clamor de la gente empezaba a hervir su afición a los vahos despejaba su congestión. Comenzó con lanzamientos a los balcones y a saludar rotando su mano como el mismísimo rey de España. Bola de sebo, panocha, cerilla hinchada, plato de lentejas y todo el conjunto de motes que arrastraba desde bien renacuajo iniciaban su vuelo con envoltorio para no volver nunca jamás. Pero un "no te los comas tu todos, tira alguno, ¡jajaja!" le devolvió a la realidad. Bajo la mirada a sus pies, cogió un puñado y decidido a dejarlo caer de nuevo, su mente dijo “stop”. Fuera de esa carroza seguiría siendo Palomino, el que se come el pan y deja el vino, pero hoy estaba allí arriba y los demás allá abajo. Hoy tenía infinidad de sabores que le daban el poder. Agarro uno de naranja y lo lanzo con un golpe seco de muñeca hacia el globo ocular de Vicente, que de ser el más guapo, a tuerto de repente. El de Coca cola para Ramón: -¿a quien le duelen ahora los huevos?, pedazo de mamón- El de menta para la Vanesa: -por escribir que soy gordo encima de la mesa-. Y el de anís para Baltasar: -que hoy yo soy el rey y estas ocupando mi altar-

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